Contra la mañana se empezaron a oír voces entrecortadas, suspiros
intermitentes, ahogados... Todo el patio interior desprendía aromas y prisas prenatales. Al cabo de tres
días se oyó el llanto del recién venido, una voz nueva que empezó a amenizar
las noches y las madrugadas de la
comunidad.
Las ventanas alistonadas en aluminio entrecortaban las figuras, no nos dejaban ver imágenes completas y
reconocibles de los vecinos. A veces los ojos, otras la bocas, las frentes, los
hombros, incluso las rodillas. Siempre nos mirábamos fraccionados, intuyendo,
sin asegurarnos si los ojos de hoy correspondían a la frente de ayer y a la
boca o al cabello de mañana. Las conversaciones que se desmadejaban desde las
ventanas en los desayunos, comidas, cenas..., delataban algunas voces cotidianas que aprendí a identificar y
adjudicar a los moradores de algún piso en particular.
Pero este cubículo de seis por seis sin techar nunca me dio la
oportunidad de ver a la mujer embarazada. Tampoco se descolgó su voz en los nueve
meses, sí la de su pareja solicitando los resultados de algún día de pruebas médicas. Ella hablaba
tan bajito que, aun agudizando el oído, no se captaba ni un ligero murmullo que
empastara su voz a una evidencia audible.
Pareció cobrar vida e identidad a
raíz del nacimiento de su hijo. Ahora el ambiente matutino de pan tostado y
café se saturaba con sus risas, cánticos
y atenciones al recién nacido. Pasaron los días y la calma monótona de las tardes se rompía con el
llanto inicial del crío que llegaba a extenderse a los primeros bocados
de las cenas. A veces cesaba para acrecentarse de nuevo y hacerse
atronador, casi eterno e insomne. Algunas ventanas exhalaban a bocajarro quejas deterioradas:
"Tendrá cambiado el sueño”.
“Tendrá gases”.
“Estará enfermo”.
“Llevarle al médico que la gente tiene que descansar y trabajar al día
siguiente…"
Un día dejé de oír los lloros y gemidos
del niño, ni al día siguiente ni al otro
pude escucharlos. Los añoraba. Pasó el tiempo y no había rastro de sus
voces en el patio. Llegó un otoño infructuoso de lluvia y llanto, el invierno
borró de frío y expectativas las huellas de la familia recién creada.
Los cada vez más adelantados villancicos empezaban a desgranar sus notas
y las posaban en las lamas cual pájaros observantes sin atreverse a
franquear las estancias.
La cena de Nochebuena arropaba más comensales bajo sus alas…
Se agudizó el rechinar de enseres movidos, sillas arrastradas, tintineos de loza, música de cristales al chocar las copas... Y un gemido
venció a todos los demás rumores acústicos. Al instante se desparramó un
espléndido llanto, duró casi toda la noche. Nadie se quejó.
La mañana remolona de Navidad se desperezó con esencias de café, de rebanadas de pan tostado y churros, y con las suaves y prudentes risas de... erase una vez una madre...